Tiempo, Materia y Voluntad o sobre la religiosidad en nuestros días.
¿Cuándo acabará por fin mi larga noche?
¿Cuándo abriré los ojos para abandonar mi terquedad
para aprender a ver más allá de mis caprichos?
Lo cierto es que desde hace varios meses he venido cuestionandome mucho con respecto a mis posturas y creencias, sobre todo porque durante años he hablado en detrimento de la moral y la fe, así como de la iglesia misma, dando prioridad al racionalismo y al supuesto pensamiento crítico/científico, y sin entrar en detalles, diré tan sólo que también hace buen tiempo he sentido un fuerte desencuentro con la academia y la idea de educación formal en general. Es a partir de este abandono de posibilidades, esta perdida/renuncia de sustentos espirituales e intelectuales que me he visto sumido en una baba de inoperancia que resulta intolerable no sólo por pasmosa sino también por dañina. ¿Bajo qué parámetros puedo tomar decisiones si no hago uso ni de la fe ni de la razón? Por otra parte -y no es algo menor- resulta sumamente desgastante llevar una vida en la que sólo se piensa y es más bien poco lo que se actúa, una vida dedicada a ser entendida más que a ser vivida. ¿Tiene eso acaso algún mérito? la respuesta es que sí ¿Pero no he renegado con vigor sobre la idea de mérito y meritocracia? Así las cosas, los méritos de mi intelecto no pueden valerme para una vida en la que debo tomar decisiones que terminan afectando en mayor o menor medida a las personas que me rodean. No puedo sencillamente decir, tras equivocarme o hacer daño, algo como “pero igual lo he pensado mucho” o “es que no he comprendido bien el concepto de la lealtad o del amor”. y con eso salir airado de la circunstancia. Debo asumir consecuencias, y sobre todo posturas, a fin de evitar caer en la repetición. Por supuesto, y para avanzar en el desarrollo de este ensayo, las ideas de la fe y la educación tienen un papel fundamental aquí, así que haremos un breve recorrido por ambos conceptos para luego llegar al punto central de mi postulado, a saber: que no nos alejamos de la religión, sino que somos seres cada vez más religiosos y que dependemos lo mismo que antes (si no es más) de la ejecución (cuando menos) y el reconocimiento de rituales para ordenar nuestras experiencias de vida.
La educación, cuya etimología nos habla de un proceso de crianza, algo así como hacer crecer o llevar adelante, es algo que la gran mayoría de personas, al menos hoy en día, reconoce en diversos escenarios más allá del académico, aunque no se puede negar la preponderancia de este último en el imaginario de esa misma mayoría. Cuando decimos que alguien está estudiando o preguntamos por alguien y nos anuncian que está estudiando, solemos imaginarle en un colegio, universidad o centro de capacitación, lo que en todo caso es educación formal. Por otra parte, se acepta, como se ha mencionado recién, que la educación ocurre también en espacios familiares y sociales donde se supone que aprendemos habilidades personales que nos permiten desenvolvernos mejor. Así mismo, en en todos estos escenarios tenemos diversas experiencias que van moldeando nuestras ideas del mundo, nuestros comportamientos, formas de relacionarnos, e incluso formas de sentir, entender, y claro, tomar decisiones. Ante todo ello no tengo mucho por decir más allá de que mi postura es que la educación en sí no es un problema, como si lo es la apabullante institucionalización y profesionalización de cada aspecto de la vida, que como diría Ivan Illich: conlleva a la segregación y negación de posibilidades y alternativas en el desarrollo. A diferencia de Illich creo que es necesaria una renuncia a los elementos individuales en miras de alcanzar una mayor capacidad de operar en lo colectivo; no imagino una sociedad en marcha sin lugares comunes, sean estos reconocidos de manera espontánea o instaurados por procesos formativos (y aquí hago un uso indiferenciado de las palabras educación y formación). Aún más importante o interesante que mi postura frente a la educación, podría resultar mi propuesta educativa, la cual consiste en reconocer como estudio también el salir a reconocer cuáles son las dinámicas propias de los territorios y escenarios que habitamos. Rara vez he escuchado (y en los casos que recuerdo he sido yo quién lo ha sugerido) que salir a ver lo que pasa en el barrio podría darnos información más útil que ir a la escuela a la hora de comprendernos a nosotros mismos y al ser humano en general. A ver, no digo que esto reemplace todo, pero si que tal vez en cada asignatura podría darse más lugar a este tipo de ejercicios, porque eso sí, no hay una sola área a la que no le vea una aplicación posible en el ejercicio de observación del entorno.
Ahora bien, con respecto a la Fe, quizá la definición más amplia, y al mismo tiempo, más precisa, es confiar; creer aún sin tener evidencia de aquello en lo que se cree. Esto puede ser un dios o un evento determinado el cuál se espera que suceda en algún momento ya sea con o sin acciones por parte de quién lo espera. La idea de la fe está muy relacionada con lo religioso y se ha convertido casi que por antonomasia en un sinónimo de credulidad que se señala por medio de la expresión “fe ciega”, ligada también a las ideas de fanatismo o irracionalidad, aunque esto no sea así necesariamente; al menos no al punto de convertirse en un categoría válida que pueda darse a quienes, por ejemplo, tengan fe en algo. ¿Podría llamarse irracional a un científico que al mismo tiempo afirma tener alguna creencia religiosa y encomienda esa parte de incertidumbre de sus experimentos a alguna divinidad sin que por ello abandone la posibilidad de evaluar resultados y corregir procesos? o en un caso más común ¿Podría llamarse irracionales a quienes creen en la ciencia y la razón como principales (o únicos) puntos de referencia para aspirar a comprender la totalidad de la vida? Lo menciono por aquel comentario de que la ciencia y la razón son las nuevas religiones, lo que no es para nada falso ya que la religión -fuera de todo el contexto histórico y los dramas que lo envuelven- no es sino la reunión o agrupación ¿De qué? de todo cuanto nos rodea. A partir de nuestras creencias y formas de ver la vida es que tomamos postura y actuamos en relación con nosotros mismos, lo demás, el entorno, las ideas de pasado, presente, futuro, vida, muerte, libertad y todo lo demás, por lo que en última instancia, la fe viene siendo lo que ponemos en los lugares vacíos de toda esa amalgama de asunciones, y ese algo no es otra cosa que la esperanza, lo mismo que según Illich, desde la mirada institucionalizada de la educación empezará a nombrarse como expectativa.
Habiendo hecho estas dos pequeñas paradas, resulta más fácil avanzar, pero parece que aún es importante hablar del tercer gran elemento del ensayo ¿Qué es eso de la analítica existencial? Procuraré decirlo de la forma más sencilla sin irme a los rodeos que suelen gustarme. La analítica existencial es una perspectiva bajo la cual se invita a cada persona a cuestionarse por sus creencias y posturas ante la vida, ya que sólo a través del reconocimiento de estos aspectos en su ser, se le hace posible llevar una vida “auténtica” o “apropiada” (no como decorosa sino en el sentido de adueñarse de ella). Lo cual, cómo podrá deducirse con facilidad, resulta en sumo grado valioso si queremos hablar de Fe y Educación, instituciones/fenómenos que buscan atender todo lo concerniente a los grandes cuestionamientos de la humanidad y cuya repercusión experimentamos a diario en cada situación a la que nos enfrentamos.
Continuando, si quisiéramos señalar un punto medio entre la fe y la educación, no se me ocurre algo mejor que la intuición, o bien, para hablar de algo más concreto: los procesos heurísticos. Como yo lo veo, la intuición no es un acto mágico sino que es un proceso cerebral tremendo donde se involucran nuestros aprendizajes tanto a nivel individual, como social y biológico. Gracias a esta maquinaria en ruedo podemos darnos cuenta de cosas que al parecer no están bien (o lo están) y podemos tomar decisiones rápidamente, y no se podrá negar que entre mayor fe y/o conocimiento sobre algo, más agilidad se tiene en la toma de decisiones, contrario a lo que ocurre ante algo nuevo que pone a prueba igualmente nuestra fe y conocimientos y otros sustratos de la educación como el criterio, la moral o la ética.
Por otra parte, tenemos lo relacionado con los rituales y los ritos. Los primeros, hacen referencia a las ceremonias que se dan dentro de una secta o comunidad y tienen, normalmente, una carga simbólica mayor; se conciben como procesos necesarios para el sostenimiento del grupo tanto a nivel espiritual como material ya que suelen realizarse esperando la ocurrencia de fenómenos que favorecen al grupo. Dentro de estos se pueden contar todas las actividades como misas o similares en otras culturas dentro de cuyo desarrollo encontramos los ritos; a saber: el conjunto de acciones que dan sostén a la ceremonia en general. Pero para diferenciarlos no basta apenas con jerarquizarlos; hace falta entender también que mientras el ritual es algo escrito, establecido, una idea con unas normas concretas, el rito, mucho más allá de eso es una apropiación de la experiencia. Los sujetos que participan de un rito rompen las barreras del espacio y el tiempo y se ubican en el lugar originario de la ceremonia, es así como reviven a los muertos o traen a un momento y plano físico, entidades que habitaron otro tiempo y otro plano, u otro territorio (aunque en muchas ceremonias se busca facilitar esta suerte de invocación/representación haciendo uso de un espacio físico cercano -si no el mismo- al que habitó la entidad en cuestión). Se ve entonces la importancia de los ritos en la experiencia cotidiana y se puede comprender también el impacto que puede tener el abandono, o bien, desconocimiento de los mismos. Sucede con los rituales y los ritos algo similar a lo que pasa con la fe, y es que se le ha atribuido una connotación principalmente religiosa en el sentido institucional de la palabra, pero lo cierto es que basta con mirar a un lado para encontrarnos con por lo menos un puñado de formas no sacras del rito. Tenemos por ejemplo los ritos del sujeto neurótico para resolver su duda, los cuales pueden tener o no una implicación religiosa o espiritual; las acciones compulsivas del obsesivo que intenta aplacar su sensación de malestar o su angustia por el futuro; los procedimientos de las empresas que muchas veces no se revisan ni se ponen en tela de juicio, y claro, contamos en esta lista todas esas cosas que hacemos a diario con mayor o menor grado de consciencia y que tienen un impacto directo en las actividades diarias. Un buen ejemplo de esto nos lo dio un amigo que se encontraba en el café de Epicuro. Nos contó que dentro de su rutina el primer café de la mañana es fundamental. Mientras prepara este café revisa ideas, establece tareas y da un orden claro a su jornada, por lo que cuando -por la razón que sea- la preparación de su bebida se ve interrumpida, el resto del día tiende a ser un tanto caótico. Algo similar me ocurre a me ocurre a mi cuando al despertar lo primero que hago es mirar la pantalla del celular o el computador; cuando es así paso el día sumamente disperso y agotado, contrario a lo que ocurre cuando lo primero es comer, compartir con mi familia, hacer ejercicio, leer un poco en un libro físico o escribir. Dentro de la misma conversación en la que surgió el ejemplo de mi amigo, comenté que desde hace varios años tengo un rito muy personal, con una carga simbólica tan fuerte que ni siquiera lo hago con frecuencia sino en los momentos de mayor dicotomía; cuando debo tomar una decisión importante y no he dado con una respuesta que satisfaga ni mi intelecto ni mis afectos. La acción consiste en lo que conocemos como un “salto de fe”, y en mi caso lo que hago es dirigirme a un templo católico en un horario en el que no estén celebrando la homilía, me siento y medito allí un buen rato sobre el asunto que me mantiene indeciso, luego me levanto y me dirijo a la salida, con un paso sereno que no suelo tener, y con algo de temor pero con determinación irreversible, pongo un pie en el atrio y al hacerlo atiendo lo primero que esté en mi consciencia y eso será lo que ejecute sin ocuparme ya en calcular probabilidades ni comparar unas con otras. Es algo que pocas veces he hecho y que en cada ocasión ha dado resultados que he tenido la capacidad de asumir. Ojo, no digo que ir a las iglesias me ayude a tener claridad, sólo reconozco que me permite abandonarme en una creencia para actuar. Al final hubiese tenido que asumir las consecuencias de cualquier decisión y no buscaba que se me diera la respuesta, sólo un estado emocional y psicológico que me permitiese actuar y es aquí donde encuentro el gran valor que tiene la fe para la vida. Me resultan admirables las personas que tienen fe en algo más allá de sí mismos y que gracias a esto se sobreponen a adversidades que el sujeto supuestamente intelectual y neurótico (como yo) no soporta o que aborda desde su síntoma y a la distancia. Quienes tienen fe se aferran a sus grandes o pequeñas ceremonias y hacen cuanto deben hacer, y repito, no me refiero únicamente a los rituales de connotación clerical o chamánica, reconozco como ritos también el deel académico que invitaa a cenar a los revisores de su tesis. Pero ya me he explayado bastante en este asunto, así que avancemos.
Ha llegado el momento central de este ensayo, la defensa de mi planteamiento sobre la religiosidad a la que como sociedad nos dirigimos, o en la que nos sostenemos, y también la que de un modo específico nos hace falta. Veamos estas tres ideas, una por una. La primera apunta a reconocer la búsqueda incesante de ídolos y fuentes esperanza, y no considero que haga falta nombrar a qué me refiero, sería demasiado aburrido repetir lo que escuchamos casi a diario sobre los ídolos contemporáneos y las lógicas de las redes sociales y el mercado. La segunda idea, por su parte, señala el hecho también muy conocido de que históricamente no hemos hecho más que cambiar la figuras que ponemos en los pedestales. Lo interesante aquí es que con el alto flujo de información y la posibilidad de expresar en alta voz cuanto sentimos y pensamos, sumado a estas dos primeras ideas, tenemos como resultado un frenesí de nuevos dioses, creencias y rituales, casi todos efímeros e impropios, egoístas. Aquí no aplica la expresión “no es que esté mal”, porque de hecho si creo que lo está. Hay quienes defienden este comportamiento argumentando que es más fácil -o mejor- creer en alguien a quién podemos ver, que “por lo menos sabemos que es otro ser humano”. Desde mi posición, es justo en la humanidad del otro en la que se desvirtúa por completo la condición de ídolo y con ella las creencias y rituales que se desprenden de la fé que se deposita en los nuevos dioses, sobre todo porque la divinidad pasa de ser una condición que se contempla a una condición aspiracional, y si, eso quiere decir que en gran medida abandonamos la capacidad de contemplar lo que está más allá de nosotros mismos y claro, también la capacidad de vivir voluntariamente fuera de esos mismos límites, lo que paradójicamente hacemos viviendo, o tratando de vivir, una vida que tampoco nos pertenece sino que le pertenece al marasmo en el que depositamos nuestra fe y en el que toda una estructura de medios nos educa y nos forma para que actuemos según los objetivos de quienes tienen sus potestades. Si la mayoría de personas creen que todo lo pueden alcanzar porque otras personas lo alcanzan, si cuando un ídolo no sirve se tiene otro a la mano y si a diario se publican rituales con las claves para el éxito ¿Que valor tienen tales creencias? El ser humano se ennoblece o enaltece también a partir de sus ideas y posturas, por lo que el sujeto contemporáneo es inevitablemente un ser de frágil envergadura. Pero eso sí: me atrevería a decir que en el fondo todos, o la gran mayoría, reconocemos la fragilidad de esas creencias y por eso reconocemos también la inconformidad, y pienso que son ya mecanismos mucho más simples de condicionamiento, junto a complejisimas condiciones estructurales, lo que nos mantiene sumidos en ciertas posiciones más bien pasivas con las que no somos capaces de apropiarnos de la experiencia de vida. Con esto pasamos a la tercera idea, la de una religiosidad que creo que necesitamos, y procuraré ser breve. Lo he hablado ya con algunas personas y puedo resumirlo en dos simples premisas: la primera es que ni el más famoso de los influencer actuales tiene la influencia que tiene el dios principal de cualquier religión sobre sus fieles. La segunda es que la iglesia católica, al menos la que recuerdo de mi infancia, cumplía una labor comunitaria sin cargas políticas y abocada a la construcción del tejido social. Recuerdo los bazares y convites de lo barrios convocados por la parroquia destinados a atender necesidades materiales de miembros de la comunidad, techos, camas, uniformes, comida, operaciones…y esto era algo frecuente y carente de la espectacularidad que caracteriza hoy a casi cualquier acción que se denomina altruista. No digo que deba hacerse bajo la tutela de la iglesia católica, lo que digo es que esa forma de religión (de religar-reunir-agrupar) no se ve en ninguna otra institución que sea parte del paisaje en nuestro territorio. Si bien es posible encontrar acciones, todas están igualmente institucionalizadas pero ya no con el misticismo propio de lo religioso sino bajo un orden operativo en el que no sólo hay un necesario show mediático sino que se da mayor relevancia a las evidencias y a los datos que se recolectan. Ahora bien, confiando en que habría que ser muy miope para no aceptarlo: en lo que respecta a los abusos (de toda índole) por parte de miembros de la iglesia, no es que estos desaparezcan con su aislamiento. Si bien comprendo las implicaciones detrás del abuso bajo la investidura clerical, no dejo de ver un problema de abuso a grandes rasgos, no veo por qué sería peor el robo o la violación por parte de un sujeto que hace parte de la institución católica, uno que hace parte de bienestar familiar y uno que no hace parte de ninguna de ellas. En cada caso el sujeto abusador utilizará los poderes que tiene a su alcance para hacer daño y encontrará la forma de justificarse. Pero como suelo decir: eso es tela de otro ensayo. Lo que interesaba para este apartado era mostrar esas tres ideas en torno a la religiosidad en la experiencia social en lo que considero nuestro tiempo.
Para ir terminando, y a propósito del tiempo, buscaré plantear todavía algo más con lo que busco dar una noción práctica a este diálogo entre la Fe y la educación desde la perspectiva que ofrece la analítica existencial. El foco de este planteamiento vuelven a ser los ritos, a los cuales agregaré la bien conocida figura de los tótem, esos íconos que simbolizan una fuente de posiciones y saberes a través de los cuales se ordena la experiencia. A mi modo de ver, tenemos tres grandes tótems, a saber: tiempo, voluntad y materia. En realidad todos están presentes en cada momento y establecemos un diálogo más o menos consciente con cada uno de ellos a la hora de tomar decisiones o valorar las acciones que hemos ejecutado. Cada uno funge como guía de distinta manera. Así, el tiempo se encarga de brindar la perspectiva (como proyección o recordación), entonces a la hora de actuar tenemos en cuenta (insisto, con menor o mayor grado de consciencia) lo que hemos vivido y lo que queremos vivir. Por lo tanto, cuando ignoramos la guía del tiempo somos más propensos a incurrir en comportamientos con efectos negativos, a menos que corramos con mucha suerte. Luego está la materia, la cual nos dispone toda una narrativa que bien expresó Bachelard como poética [dialéctica] del espacio, ya que tanto lo concreto, como el vacío, el movimiento y las fuerzas que propician esos movimientos nos van diciendo por dónde y cómo vamos caminando. ¿Se comprende? podemos verlo bien trayendo a colación el concepto de “condiciones materiales”, las cuales, si o si, van a determinar nuestras posibilidades, y ojo, no implica siempre que cuando no hay una posibilidad hay una imposibilidad, a veces sólo son limitaciones que entrarán a jugar con el tiempo y con el tercer tótem, el de la voluntad.
He dejado este para el final, y le dedicaré un párrafo aparte porque considero que lo amerita, si bien el tiempo y la materia también, ya les he dedicado suficiente espacio en otros ensayos. Desde mi perspectiva, la voluntad es tanto una guía como una herramienta. Lo que sucede es que tanto como guía como herramienta tiene sus complejidades ya que no es ni clara ni está siempre a la mano, o no siempre es suficiente, es decir: la voluntad como guía se acerca más a esa idea de “voluntad superior”, un fenómeno que se manifiesta en el individuo y que es casi como la misma fe, le mueve a cosas más allá de su comprensión y capacidades. Como herramienta la voluntad es una fuerza que podría verse en la motivación, el impulso o la energía con la que contamos a la hora de actuar. Por supuesto, bajo sus dos acepciones, la voluntad se ve obligada a mediar con el tiempo y con la materia. No sabría decir pues cuál sería el orden en que se ubicarían estas figuras totémicas para una guía ideal. Me atrevería a decir que más bien nos corresponde ordenarlas de acuerdo a nuestras capacidades, o bien, las necesidades que tengamos, ya no sólo como individuos sino como sujetos-miembros de una comunidad.
Ahora bien, a lo que voy con todo esto es a que para definir cómo ordenar estas figuras, y además, para aprovechar al máximo sus potenciales, me resulta perentorio el reconocimiento de nuestros propios ritos, y si no los hay: la instauración de los mismos. Planteo que podríamos establecer una serie de acciones que nos permitan encontrar una guía clara en el diálogo con el tiempo (la perspectiva proyectiva y retrospectiva de nuestras experiencias), la materia (los elementos del contexto que nos condicionan y limitan) y la voluntad (las cosas que nos mueven más allá de nuestra comprensión y los impulsos, fuerza de voluntad y energía que tenemos). Una vez hecho esto, lo segundo sería trasladarlo al nivel comunitario, algo que si bien no podría definor como infaltable, si me permito disponer como potenciador, y no tengo aquí un argumento sino una postura y es que en comunidad tanto la pena como la desdicha son más amables, potentes y llevaderas. Todo lo que se vive en comunidad se expande, se engrandece y al mismo tiempo se repliega y distribuye. La felicidad puede convertirse en felicidad colectiva y la pena en pena colectiva, como sucede con la mayoría de ritual de comunidades tribales y como nos sucede a cada quién cuando podemos celebrar con amigos y familiares los logros personales, o cuando podemos sufrir en grupo algún fracaso o alguna pérdida. En lo personal, y ya para cerrar, declararé lo mismo que apunté al final del café de epicuro: he convertido la conversación en un ritual, el más importante de todos para mi y a través de ella busco comprender y confío en que través de ella podré alcanzar mayor disposición para discernir y actuar de la mejor manera posible. En ella veo reflejados plenamente los tres tótems que he mencionado. Procuro no omitir ni la idea de pasado, ni la de presente o futuro; me esfuerzo en no ignorar mis condiciones materiales ni las de mi interlocutor, y finalmente, me arrojo a ella esperando que algo suceda y me esfuerzo cuanto puedo por sostenerme y llegar hasta las últimas consecuencias teniendo siempre el mismo propósito de vivir mejor.
Jaime González
@jaime_gonzalez.palabras
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