El rio y la piedra, de por qué necesitamos el olvido.



Las piedras guardaron silencio. No podían hacer nada en contra de los ríos porque habían encontrado su lugar en los océanos.



Me parece cuando menos consecuente, tras haber hablado sobre ancestralidad, proceder con el abordaje del olvido.  A la memoria la hemos puesto en una suerte de pedestal, como si fuese  faro de un gran propósito espiritual.  Pero tanto cuando hablé del proceso de aprendizaje frente a la memoria, como de ancestralidad, he comentado en alguna parte que, durante  el olvido de los datos  (aunque no en estas palabras) pasan de ser referirnos a un objeto externo y permiten su  integración en la experiencia de vida, lo que le da lugar al aprendizaje y a la trascendencia de ese aprendizaje.  Esto, por decirlo así, sería como una forma exaltada del olvido en la que ya no se hablará de quién, ni cómo, ni cuándo lo dijo, sino que se actuará bajo el influjo de sus acciones, y tal como ocurre en el fuero interno cuando se instauran en él determinados mecanismos. Siempre habrá herramientas para volver y comprender mejor lo acontecido.  Algo necesario porque no todo lo que se nos instaura es positivo y por qué no siempre tenemos los mismos elementos para filtrar lo que percibimos y lo que recordamos. E insisto: no hace falta leer o hablar de esto o lo otro para actuar bajo su influjo.  Pero como esta parte ya parece estar suficientemente clara a través de los otros textos referidos, podríamos abordar el asunto desde otras perspectivas. 


Me interesa empezar por el olvido como una necesidad, aún con sus posibles efectos patológicos.  Imaginemos por un momento que nos fuera imposible olvidar todo lo que percibimos y vivimos a lo largo de la vida.  Creo que a eso de los cuatro o cinco años ya estaríamos jodidos,  aterrados. Si estuviéramos recordando todo, si pudiéramos por lo menos hacerlo, iríamos por la vida saturados, perdiéndonos cada vez más de ella, y creo que aquí se vale hablar de todos los tipos de memoria: operativa,  retrógrada, episódica, semántica, anterógrada...  Pensemos en un pequeño viaje o en una cena; son escenarios que ofrecen los elementos suficientes para esta reflexión. En algunas ocasiones los viajes y las cenas implican interacción con otras personas así como con otras lógicas de socialización y comportamiento.  En esos casos es necesario olvidarnos de cómo se supone que son las cosas para nosotros, tanto a nivel procedimental como semántico. Al menos conviene hacerlo parcialmente para poder integrarnos si es lo que deseamos, ya que si no, no hay lío. Indico que conviene parcialmente porque recordar hace  que pongamos algunos límites que son importantes para conservarnos (si es lo que deseamos).  Asimismo, puede jugar en contra, o a favor, que recordemos o no alguna experiencia negativa con una situación o sabor. Puede ser que nos mantenga a salvo de algo o que nos impida tener una nueva experiencia por medio de la cual podríamos resignificar ese tipo de experiencia en concreto.  


Suele ocurrir también que dentro del viaje o la cena puede tener lugar algún tipo de desavenencia con alguna de las personas que nos acompañan. Este conflicto, habiendo tenido lugar en el momento, o bien, habiéndose en un momento reciente por lo que aún no se ha resuelto, tiene altas posibilidades de  generar un consciente y claro malestar, y por lo tanto, si no pasamos de ello corremos con el riesgo de no disfrutar del viaje o de la cena.


Queda claro entonces cómo olvidar juega a nuestro favor, y  es que además, si retomamos la idea de la integración (“recordando” jajaja…) sabremos aceptar con facilidad que aún cuando hablemos de poner límites, o recordar una mala experiencia y saber cómo evitar una repetición de la misma, el recuerdo bien podría salvarnos en algunas ocasiones, pero en la mayoría de circunstancias nos limitaría  para poder aprender de las nuevas experiencias. En el caso de alguien ansioso o con estrés postraumático, el recordar podría resultar en una parálisis que le llevaría  a una experiencia mucho más negativa y frustrante al no saber cómo, o peor, sabiendo cómo, no poder actuar.  Lo cierto es que lo que nos llevaría a tomar mejores decisiones en una situación de excitación o de peligro sería una primitiva descarga de adrenalina junto a un grupo de procesos heurísticos fundados en experiencias integradas que no deben ser recordadas para aplicarse, al menos no de manera consciente.


Adentrémonos ahora en lo que sea, quizá, la mirada más interesante sobre este asunto, y es lo que tiene que ver con la muerte y los procesos de duelo en general. Quisiera tratar de demostrar con las limitaciones de estos ensayos, predestinados a ser breves, que todos los rituales de muerte están destinados aún con todas sus diferencias, más o menos a lo mismo.  Pero para evitar divagaciones innecesarias me valdré de lo expresado por Jorge L. Tizón (2023), para quien existen tres factores comunes a todos los duelos. El primero de ellos es que: a pesar de la muerte del cuerpo las comunidades creen que sus muertos tienen una relación con ellos. Algunas hablan de espíritus y a partir de las cosmovisiones que se tienen y las relaciones con base a éstas se establecen con dichos espíritus, se exigen unos comportamientos por parte de la comunidad (algunas otras se saltan lo de los espíritus y pasan directamente a los comportamientos). El segundo factor común es que los dolientes suelen sentir dolor, enojo y malestar, variando la forma en que lo tramitan y el lugar en el que lo depositan. Así, puede que algunos se enfoquen en quién comete un crimen contra el ser querido (si lo  hay), otros vuelvan si malestar frente a la comunidad, otros contra el propio muerto o contra sí mismos. Esto pasa en nuestra cultura de manera aleatoria pero para algunas comunidades ese destino del sufrimiento es mucho más estricto.  El tercero, es que aún con muchísimas diferencias entre unos y otros, todos los rituales funerarios tienen un fin, que también en la mayor parte de las veces aspira a coincidir con una integración del muerto, ya a la comunidad como ancestro o espíritu,  a la naturaleza como parte de la tierra, a través de ésta o de cualquier otro elemento,  al cosmos mismo, o bien, a un plano alternativo como el cielo.


A partir de lo anterior podríamos colegir, aunque no sin algo de esfuerzo, que aunque pareciera que todos los rituales funerarios tratan de recordar, de hecho, pretenden todo lo contrario; atendiendo a que recordar es mantener el recuerdo del objeto como algo externo que se puede traer a la memoria como si fuese un “Yoyo”, y hay que mencionar, ya ha entrado en estos asuntos, que no todos los rituales en torno a la muerte son funerarios.  n” esos otros, los rituales en torno a la muerte no funerarios, sí que hay lugar para el recuerdo y es algo que vemos principalmente en las comunidades donde hay culto a la muerte y/o los muertos, sin que sea exclusivo de ellos, puesto que en la misma iglesia católica podemos ver también que hay ceremonias dedicadas a recordar y homenajear a los muertos. Sus cementerios, llenos de insignias y mensajes vinculantes, son una gran fuente de recordación. Parabolicamente (que ya saben que me resisto a la idea de paradoja) dar un lugar fijo a los recuerdos permite seguir adelante, y por eso es común que muchas tumbas sean abandonadas con los años. Ese distanciamiento con las tumbas no se debe solamente a  que de algún modo esa función de la tumba, hay detrás de ello otra cantidad de factores, pero eso es materia de otro ensayo dedicado enteramente al duelo. Pasemos pues a otro asunto.


En las luchas sociales y políticas se ha pregonado mucho que es necesario recordar, hacer memoria. Pero ¿Habrá alguna utilidad en el olvido dentro de este contexto, por lo menos de la forma en que aquí lo hemos venido planteando?  Está claro que en nuestro país hacer memoria, en el sentido estricto, del término, es necesario. Es necesario hacerla, construirla, porque no la tenemos. Apenas la estamos forjando y en esa medida apenas tenemos posibilidades de empezar a integrarla. Esto implica que en el proceso de integración habrá lugar para muchísimos fallos, y que por tanto, hará falta  retornar muchas veces.  De igual manera, si nos trasladamos al escenario político, tampoco resulta sensato intentar olvidar las acciones de unos y otros personajes. Tampoco tiene sentido olvidarnos de los vejámenes cometidos en contra de la población por parte de gobiernos, fuerzas armadas o partes de la misma población.  No obstante, dentro de estos procesos hay un asunto en el que veo un  tremendo estancamiento y por ello necesidad de olvido.  Se trata pues  del fenómeno producido por la figura del Meme, algo esencial en las luchas sociales modernas.


Este elemento se ha configurado en la última década de una forma muy particular, y a mi modo de ver, parece impedirnos una contemplación más amplia y juiciosa de los elementos que nos exponen (situaciones, personas, fenómenos). Y no solo eso.  El natural proceso de asociar información y experiencias nuevas, se exacerba de la mano de este recursos. Este asunto guarda una estrecha relación con los dos ensayos mencionados antes,ya que el meme como objeto externo en que se condensan la información y la experiencia, termina impidiendo la integración de esa información y experiencia a modo de aprendizaje.  No es gratuito que haya quienes se dedican por completo al análisis de memes, es que son enormes continentes de información; pero esa es información de la que no podemos apropiarnos, tenemos que dejarla allí, conservando siempre la distancia. El meme también produce una absurda sensación de conocimiento, pero tener ese conocimiento es como tener una foto de una persona o de un concierto, o de una guerra. La foto puede dejarnos ver parte de lo que ha ocurrido pero al final no dice nada  en comparación con los hechos. Hay que ver -ya que estamos hablando de fotos- la patética actitud del rockero de 50 o 60 años que se aferra al recuerdo del Ancón Sur, ese mítico evento del Valle de aburrá. Para muchos de ellos, los que se quedaron con la fotografía, con el meme, el resto de su vida parece estar por debajo del legendario evento. Asimismo quienes desarrollan cierta pericia en el uso de memes,  parecen vivir bajo la ilusión de poder reducirlo todo a estos. Pero  la vacuidad de los memes está dicha de entrada por el mismo fenómeno que les da algo de relevancia en algún momento: la viralidad. El meme  es algo que prolifera rápido porque es contagioso, pero que en algún momento debe abandonar el cuerpo, siendo en este caso el cuerpo inmaterial de la memoria, de la conciencia. 


Esto último ya lo había expresado bien William Burroughs al decir que “el lenguaje es un virus”. Nos invade, nos hace creer que lo poseemos, y termina alterando así nuestra percepción de la realidad y nuestro accionar en ella. Me pregunto qué tanto podríamos lograr si no insistiéramos en mantener  los acontecimientos que desgarran al país como un montón de hechos aislados y externos.  Veo ridículo el hecho de asistir a la noticia de una masacre, una violación, o una tragedia aérea, y no hacer más que relacionarlas con otras similares, compararlas. Lo mismo ocurre con los procesos de acusación, con la búsqueda de culpables y la asignación de sanciones;  parece que lo importante es mirar cuál asesino nos recuerda a cuál, preguntarnos por qué a uno lo tratan distinto del otro, señalar que, una vez más, las autoridades o la sociedad han fallado en el cumplimiento de sus funciones. Todo  convertido en un recuerdo  externo.  Incluso me cuesta pensar en qué otras preguntas y acciones podrían llamar nuestra atención. Pero nada más por hacer el ejercicio, se me ocurre que todo ese caudal intelectual y emocional podría canalizarse en pos de encontrar mecanismos que realmente entiendan las problemáticas de fondo, las que hacen que para algunas personas termina siendo, aparentemente tan sencillo, cometer atrocidades o podríamos  tratar de hacer las preguntas necesarias para comprender cosas más allá de un móvil para la comisión de tal o cual delito.   Se me ocurre que, tal vez, no podemos encontrar las verdaderas soluciones a grandes viejos problemas, o por lo menos alternativas de exploración, porque estamos estableciendo  las mismas relaciones entre los elementos que se nos presentan y operando bajo las mismas lógicas.  Una opción más  es que si no podemos dar con las soluciones a los problemas, podríamos pensar en estrategias de acompañamiento para las víctimas o personas con mayor riesgo. Y no pienso sólo desde mi lugar de psicólogo, pienso que como sujetos sociales, como habitantes de un territorio, podríamos usar algo de nuestra energía y nuestros recursos en brindar sostén a la sociedad, a los demás, sin la mediación fantasmagórica de instituciones. No digo que dejemos de servirnos de ellas (que este también es otro tema de discusión). Desde “Los días de la tortuga” he planteado acciones comunitarias como, por ejemplo, que  cada casa de un barrio done 2000 o $5000 al mes para tener programas particulares de salud,  eventos artísticos o educativos, que atiendan las necesidades de la comunidad en particular.  No es algo inviable y parece que se ve limitado principalmente por nuestra dificultad para cohesionarnos. Ya en cuanto a lo utópico, no veo diferencia entre esto y querer hacer algo convirtiendo todo lo que nos pasa en un meme.  O sí, si veo una gran diferencia:  esto tiene sentido lógico,  porque el tema con los memes es absurdo, y por más que se generen nuevos memes, la vida no deja de ser lo que es: algo que no se puede encasillar ni definir bajo simples categorías o figuras. Para concluir este apartado me permitiré señalar al meme, al menos en este contexto,  como un mecanismo de defensa; un intento por mantenernos  a salvo, pero como en cualquier estado de sitio, mientras nos protegen se escuchan gritos detrás de las murallas, claman que hay que hacer algo por los que estamos aquí adentro. No importa cuan grande sea, ni cuánto se siga expendiendo,  todo este asunto no deja de ser más que otra versión de la misma vieja y conocida caverna.


Por último atendiendo, a la palabra en sí misma, el olvido nos habla de algo que se desliza en la memoria; el olvido es precisamente lo que hace que el objeto olvidado pueda instaurarse. Pensémoslo así: ¿Podríamos acaso hablar de memoria cuando dependemos de un objeto externo para sostener el vínculo con el objeto perdido?  No parece admisible, y es que tanto olvido como recuerdo tienen una doble acepción, una interna y una externa. Las internas son, respectivamente, “deslizarse por la memoria” y “volver a pasar por el corazón”.  Afuera, en cambio, son apenas “un descuido” Y un regalo, un “Souvenir".  Por su parte, la memoria “memorare” nos habla de “almacenar en la mente”, un territorio abstracto, y si no se acepta que es abstracto porque se ubica en el cerebro, entonces digamos que es un territorio interno.  En resumen: hacer memoria implica darle un lugar al objeto en cuestión al interior de la mente, y para ello debe ser separado de su materia, que es lo que le impide deslizarse en la memoria, instaurarse en ella, y este proceso se logra sólo por medio del olvido.


Así pues, y por qué no es algo tan simple como dejar de lado los recuerdos, es momento de que como sociedad, y como individuos, nos demos también a la  compleja y refinada tarea de aprender a olvidar. 


-Jaime González- @jaime_gonzalez.palabras


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