Al fin empezamos: en busca del espíritu perdido.
Un principio se ha tallado en una roca
toda hecha de arena y seca cal,
puesta su morada al pie del viento,
ríe el polvo del pobre desdichado
que se aferra a su lección
y no la siente desgranar.
Por medio de este ensayo espero dar cierre - temporal - a un ciclo de reflexiones en torno a las cosas que de forma radical van más allá de nosotros mismos. Hablar de espiritualidad, como manifestación de lo que consideramos El Espíritu, nos confronta directamente con nuestra capacidad de dar sentido a las cosas y de organizar nuestra experiencia de vida en razón de ese sentido. Mucho se ha dicho - no sólo en voz mía- que la conciencia de las cosas no es material suficiente para darles manejo. Este fenómeno acaece también sobre la idea de espíritu: podemos tratar de definirle, ubicarlo en algún lugar, describir sus mecanismos y aclarar sus funciones, pero quedará todavía por decir -si es que se puede- cómo tomarlo, manejarlo, o por lo menos vivirlo.
Agradecimientos especiales a Xiomara, Germán, Annie, Camilo y Ment por poner su alma la vida de este café y cargarlo de sentidos para mi, que tengo úlcera de causas.
Lo primero a que debemos enfrentarnos es, por supuesto a la idea de espíritu. Habiendo aprendido ya algunas acciones elementales para la disertación y la dialéctica, nos propusimos sentar bases sobre las cuales discutir, admitiendo como principio el que asumiríamos las verdades a las que creyesemos llegar, como parciales, insuficientes, siempre dispuestas a desarrollarse y ser más de sí mismas, incluso otras -efecto de la distancia que puede subsanarse sólo por medio de la analogía, diría Foucault, o del rito que retorna al momento originario, diría Eliade- pero que, aún así, las aceptaríamos de forma circunstancial para partir de algún punto y llegar a alguno otro. Así las cosas, convenimos que era necesario hablar de Espíritu antes que de espiritualidad, estando de acuerdo en que lo segundo no es más que la manifestación sobre las cosas de lo primero. Avancemos.
El espíritu fue definido de varias maneras. Para Ment, por ejemplo, el espíritu es aquello que nos hace querer saber el sentido de las cosas. Una definición que de manera enfática se centra en el deseo de sentido y no en la concepción misma de sentido. Tal definición se relaciona plenamente con las más tradicionales donde el espíritu es básicamente el “soplo de vida”. Al hablar de ese soplo, deseo, se asume también que es algo capaz de impulsar ¿y cómo no? Si soplamos un diente de león y le impulsamos, le hacemos volar, es apenas lógico pensar que si algo sopla a la vida misma es también capaz de hacer que ésta se mueva.
Otra definición, no menos cargada de misticismo, propuso Camilo, basándose en la filosofía hermética para decir que el espíritu es “el todo que está en todo” y está en todo a través de sus manifestaciones. A esta definición agrega la idea de “misterio”; el espíritu es “el misterio”, aquello que siempre queda entre lo que soy y lo que puedo ser ante el acontecimiento, eso que Hegel llamaría el desgarro entre el más allá y el más acá o la diferencia entre saber y verdad, siendo que el saber es aquello que permite a la cosa [digamos nosotros] seguir siendo lo que son, mientras que la verdad -siempre insuficiente, sólo verdadera por irse contra ella misma todo el tiempo- es aquello que permite a la cosa ir siendo lo que puede llegar a ser. A propósito de esto diría también Foucault en Las palabras y las cosas que cuanto está más allá de nosotros mismos nos permite al mismo tiempo ser Lo Mismo y no ser Lo Otro. Lo Mismo, por cuanto logramos identificarnos a través de alguno de los mecanismos de semejanza, a saber: conveniencia, emulación, analogía o simpatía. Y Lo Otro, porque con la necesidad, la incapacidad para emular, así como de discernir o encontrar signos y significados suficientes, y la antipatía, logramos mantenernos al margen de lo que está afuera, e incluso, de lo que estando dentro de nosotros consideramos como propio de la alteridad, no porque queramos, al menos no siempre, sino porque nos vemos obligados a ello bajo determinadas condiciones. En síntesis, bajo esta lógica el espíritu puede entenderse también como la causa que abre todas las posibilidades, es el espacio vacío que siempre queda ante la posición en que nos encontramos y de ahí que siempre esté en progreso porque al pasar de un punto a otro, aunque hayamos llegado a algún lugar lejano, no hemos llegado sino a otro punto desde el cual ver otros horizontes. El espíritu, el misterio, es también ese espacio vacío ante el que nos posicionamos.
Ahora bien, la noción de posicionamiento nos ubica de tajo ante la idea de ética. Hegel nos habla del espíritu como una ética real, una toma de posición inevitable ante el acontecimiento. Lo real, entiéndase, no está en el ser para uno como saber ni en el ser para lo otro como verdad posible sino como emergencia, es decir: yo puedo pararme ante un acontecimiento con unas ideas anteriores a él y a partir de ellas suponer unos lugares de llegada, pero eso no dejan de ser supuestos que podrán o no conformarse, eso que obliga (en este caso) a que sea así, indefinible en el saber como la en la posible verdad, es lo real y lo es porque incluso al comprobarse la verdad a la que lleguemos, nos vemos de nuevo ante la obligación de tomar postura para salvar otro tramo. Esta sea quizá la postura con la que más me identifico -siempre he dicho que mi espiritualidad la vivo en la aplicación diaria de mis convicciones-, por ser ella misma el fundamento de la ética a partir de las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y moderación. Virtudes que posteriormente Aristóteles convertiría ya no en cuestiones místicas, abstractas que podían o no habitarnos sino que podríamos aprenderlas y replicarlas por imitación, siendo esta una necesidad perentoria ya que entre más sólida sea una virtud, más clara será su manifestación en cualquier escenario, es decir: si fortalezco mi moderación, seré moderado en cada aspecto de mi vida y cada vez me costará menos serlo y sólo costará más cuando llegue a horizontes que realmente ameriten el dilema. Lo bello de pensarlo así, a mi modo de ver, es que hablar de ética siempre nos habla de alteridad, entidad ésta que podemos hallar en todas las direcciones en las que miremos y en todos los objetos que nos interpelan que también tienen su propio impulso, su devenir y por tanto, debemos aceptar como verdad nuestra que, como la verdad misma, somos siempre insuficientes por más que hayamos avanzado pero Lo Otro siempre nos abre campo a posibilidades. Para resumir lo anterior, baste decir que desde esta perspectiva, el espíritu es lo que nos posiciona ante la vida y por eso cuestionarnos nuestro espíritu (y en consecuencia: nuestra espiritualidad) resulta fundamental para ir estableciendo las posiciones que tomamos ante el acontecimiento que es la vida.
Al final, casi que presentado como un tema de transición, y por tanto, de suma relevancia, se ha cuestionado el para qué de la espiritualidad. Ante ello, ha respondido Xiomara que la espiritualidad, al ser algo que la pone ante otros y la conecta con otros, le hace sentir bien. “la espiritualidad es para sentirme bien”. Ante esto, hemos recordado algunos de los comentarios que tuvieron lugar en el café sobre la amistad donde el autor guía fue Alain Badiou. En ese momento se dijo que al amigo también hay que padecerlo, y esto mismo planteamos al hablar de la idea de alteridad en Levinas, al otro hay que padecerlo también para poder ser en él, siendo así que el espíritu es lo que nos da la capacidad de padecer Lo Otro y de encontrarnos también con ello.
Una vez hecho esto, abordamos la idea de “el espíritu de la época”. Bajo este términos convenimos definir a la serie de características que hablan de la posición que la mayoría de personas de un momento histórico tienen ante la vida. Tal definición nos arroja, sin remedio, a una serie de cuestionamientos con respecto a las palabras que la sostienen. Así pues, se señala que no es posible hablar tan superficialmente de esto ya que deben definirse también momento histórico y contexto de ese momento histórico. Se ha señalado también que con esto de “la época” ocurre lo mismo que con la idea de generación, puesto que muchas personas se desembarcan de la media notable del comportamiento social. Se sabe además que lo que podemos conocer de otras épocas se basa en lo que quienes han podido - por tener los medio para ello- han querido o han podido contarnos y que eso siempre está limitado ya que lo que al parecer establece esa categoría no es una cuestión estadística sino un hito que puede darse en un grupo de sujetos o en una comunidad que, eso sí, influyen hasta cierto punto a otros sujetos y comunidades. Tenemos para esto el ejemplo de la industrialización y como ejemplo de su imposibilidad de hecho pleno a la ilustración. En ambos casos los fenómenos se dan en un territorio más o menos determinado y se expanden hacia otros. La diferencia es que el efecto de la ilustración no se refleja con la misma magnitud que la industrialización; digamos que todos los sujetos influenciados por la segunda se ven frente a frente con ella, aunque no reciban el título de “industriales” por no se propietarios de las maquinarias, en cambio, solamente los ilustrados se vieron frente a frente con la ilustración, los demás no. Quizá pudieron cambiar sus costumbres un poco y entretenerse en otras cosas, pero la ilustración es un fenómeno más interno. Pero si no queremos complicarnos con eso, tenemos un ejemplo mucho más cercano y es el hecho de que aún en medio de la “era digital” miles de personas no tienen acceso a internet o equipos con las tecnologías necesarias para aprovecharlo. La misma dificultad tenemos con la idea de generación, que si bien puede darnos cuenta de parte de la población, deja por fuera a otra buena parte que tiene posiciones alternativas. Esto siempre ha sido así y gracias a esa imposibilidad es justamente que hay una dialéctica que permite también el cambio de las sociedades y los sujetos que las conforman. Así pues, aún atendiendo a que cada contexto puede dar cuenta de sus momentos históricos y de sus épocas, decidimos arriesgarnos a decir cuál es el espíritu de nuestra época y para ello nos limitamos a los escenarios más cercanos, lo que nos toca desde nuestras familias, amistades y profesiones.
Lo primero que se dice, en voz de Annie, es que en esta época -las personas que le son cercanas- parecen caracterizarse por querer tener cada una su propia verdad y una búsqueda de autonomía que se traduce también en auto explorarse. Al parecer, lo que explica esta búsqueda de autonomía y de verdades propias, es el hecho de poder ver otras cosas distintas a las que tradicionalmente han tratado de imponerse. Hasta hace poco no teníamos mucho por decir o hacer -más que revelarnos directamente- ante la culpa propagada por la doctrina cristiana. hoy día, en cambio, podemos acceder a otros discursos y formas de espiritualidad. Ahora bien, tener una posibilidad alternativa, nos dice que, quizá, tenemos muchas más posibilidades y ante ese panorama es esperable que cada quién considere que, en última instancia, lo más sensato sea quizá hacer un camino propio. El problema con esto, agregaría Camilo, es que muchas personas se quedan en ese camino propio que tampoco termina siendo útil o sano, ya que no aleja de los demás y por los demás, sobre todo esos a los que queremos, como la familia y los amigos por ejemplo, es necesario volver; bajarse de las nubes, cesar parcialmente de la búsqueda del cielo y echar algo de raíces, o curarlas si es que están. La imagen que hemos usado para este momento es la de un sujeto que se pega de una especie de palo flotante dejando un espacio vacío entre él y la tierra. Frente a este espacio vacío el sujeto parece tener dos posibilidades: quedarse flotando, teniendo apenas contacto con otros, un contacto siempre ligero e insignificante, dando lugar a la indiferencia; o bien, echar raíces tan largas y tan sólidas que luego le será imposible moverse, dando así lugar al radicalismo. Con este planteamiento logramos comprender también como valor sustancial de la espiritualidad su capacidad de producir caminos para ir y venir entre las nubes y la tierra, de modo que ni se olvide la búsqueda del cielo ni se olvide el cuidado de las raíces [Trascendencia y tradición] y además, en ese ir y venir es que se van recorriendo los lugares vacíos, en ese ir y venir se fortalece el espíritu. De esta parte del diálogo se desprende una idea que desde mi lugar es sumamente novedosa y merece mención. Quizá, viendo que es posible ir y venir entre el camino individual y el colectivo (entre lo que soy en mi fuero interno y lo que puedo ser cuando interactúo y le doy valor a lo que hay más allá de él) esa tendencia a la búsqueda de autonomía y sentido propio, sea inevitable y necesaria para poder hacer frente a supuestas verdades que de otro modo tendríamos que asumir a fuerza de autoridad.
Por otra parte, se menciona que la característica del espíritu de la época parece ser el deseo de prolongación de la vida, sobre todo de la vida de personas con poder [de hacerlo]. Frente a esa posibilidad, señalamos sin rodeo alguno que el deseo de prolongar la existencia es todo lo contrario al deseo de trascendencia y que esto está directamente ligado a lo que hemos mencionado en otros conversatorios como un afán de verdad, un afán de realidad que no es este de ir con vigor detrás de ella sino de establecerla, de fijarla, en otras palabras hacer mentira la verdad al cristalizarla, la hacerla una cosa muerta e infértil, y si no infertil, capaz sólo de dar un germen igualmente falso. Esto podrá comprenderse mejor si pensamos en que históricamente ha habido sujetos con suficiente poder ya sea para establecer directamente mentiras como hechos verdaderos, o bien (y que puede ser peor), para fijar verdades y defenderlas -literalmente- a toda costa. Bajo esta lógica, podemos vernos ante un sistema que brinda todos los sesgos posibles para que las verdades que defiende sigan siendo verdades y que además debe seguir haciéndolo porque, quizá, ha sido tan alto el costo que como Macbeth al darse cuenta de sus atrocidades, sumido en su locura, prefiere seguir adelante porque aceptar el error y asumir las consecuencias le sería insoportable.
En medio de los dos postulados anteriores surge es traído a colación el concepto de vanidad y para hablar de esto es necesario hablar antes de ciencia, por lo menos para este trabajo. Veamos:
Sobre el asunto de la ciencia, me llama la atención la forma en la que creo que la entiende Hegel, principalmente en cuanto a dos aspectos. El primero es que no hay una clara diferenciación entre el sujeto científico [esta la he hecho más bien yo] y la idea de ciencia como tal. Se comprende este aspecto al ser la ciencia una sustancia/verdad en sí en tanto se cuestiona y por tanto sujeto. La dificultad aquí está en que no permite los matices de los otros sujetos-de-la-ciencia, es decir: quienes se llaman científicos...aunque no sea si sea realmente necesario. Lo segundo es que establece la ciencia como algo dado, de no se sabe dónde, en la consciencia humana. Sería tonto refutar ese establecimiento. Sin embargo, me resulta interesante pensar en qué elementos del entorno han hecho que la ciencia se ubique en el lugar que se encuentra. Veo para ello al menos dos factores: 1) la capacidad de encontrar y resolver problemas [esconder una vaca detrás de un árbol y encontrarla] 2) la capacidad de manifestación/hierofanía-a-la-mano que le permite, posando sobre ella su fe y más que su fe, el goce y el placer, la distensión del descubrimiento. Hay, a mi modo de ver, un fetiche [hechizo] por parte de la ciencia para el ser humano por revelarle siempre lo novedoso y responder [en términos de Foucault] a las dudas constantes respecto a que es Lo Otro y que es Lo Mismo. Podría agregar una tercera causa posible y es la necesidad de equilibrio/ homeostasis, pues como bien expresa Hegel, el escepticismo -como parte esencial del pensamiento científico- es ese mecanismo que nos permite interpretar cualquier hallazgo como otro punto desde el cual mirar toda la nada ante las que os encontramos cada que llegamos a un nuevo lugar de contemplación, nos lleva a la búsqueda constante. Así pues, los nuevos descubrimientos alcanzados por el actuar científico sólo llevan a más preguntas y posibilidades. Ahora bien, el autor plantea que no es posible mantenerse al margen de la duda ya que la misma conciencia, al verse ante una nueva frontera, se ve movida a salir de allí (por lo que mencionamos antes). Comenta que sólo se puede estar allí bajo un estado de inercia del pensamiento, donde la vanidad de un yo escueto no busca más que reafirmarse, defendiéndose de todo lo demás, negándolo, huyendo de lo universal y pensando sólo para sí. El concepto de vanidad, se sabe, es para mí harto interesante. La vanidad, el vano de una estructura, permite que la luz se filtre y también distribuye cargas de esa parte superior de la estructura, un vacío que sostiene la parte más elevada de la consciencia, nos diría si le preguntásemos a Bachelard. No había pensado, eso sí, que es evidente que el vano sirve sólo al sujeto que lo posee, es decir: la vanidad sólo sirve al sujeto que teme y que sólo deja entrar al mundo según su disposición en lugar de salir a él.
Habiendo introducido este término, vale la pena también aprovechar la ocasión para abordar un asunto que ha tocado la superficie en algunos encuentros pero en el que nunca nos hemos tenido. Respecto de esto ha habido puntos encontrados y por eso me limitaré a exponer el mío. En otras ocasiones he dicho de manera abierta “la ciencia está sobrevalorada”. Lo primero que debo dejar claro a quienes se alarman con esto es que decir tal cosa no implica que la considere inútil, innecesaria o algo semejante, todo lo contrario: comparto con Hegel que, como la verdad, la ciencia debe volcarse siempre contra ella misma y que cuando no lo hace es cuando falla, tanto como hecho -en “lo científico”- y como método (porque el método también debe revisarse a sí mismo). Lo segundo es que la afirmación no se sostiene sólo por lo dicho recién, sino por algo todavía más concreto: saber o no saber algo no hace que las cosas dejen de pasar. Como comentamos en el café ante las objeciones de uno de los participantes, si por ejemplo salgo a la calle y me caigo, golpeándome sobre el asfalto habría una infinidad de variables posibles a tener en cuenta si quisiera afirmar que todo lo ocurrido allí depende de la ciencia, e incluso que las medidas subsecuentes al hecho dependan de ella. Sin ser experto casi nada, de nada, cualquier persona procederá a revisarse y si no fue grave, a limpiarse. Por supuesto, con la llegada de un comité de expertos podrían revisarse aspectos de mi organismo que se relacionaron con la caída, la calidad de mis prendas y los componentes del asfalto en relación con la caída así como la relación de mi peso con la distancia del suelo y la dimensión del impacto…pero la ciencia no es lo que determina que sucedan las cosas, al menos no todas y son, efectivamente, más las que naturalmente ocurren sin ella.
No dejaré pasar por alto, aunque tampoco habré de detenerme demasiado en ello, eso de que el método científico debe revisarse a sí mismo. Como bien expresaba Foucault, también en Las palabras y las cosas, los primeros conocimientos, de orden mágico, se daban por adivinación, por gracia divina y luego estos conocimientos primarios eran descifrados por los eruditos de modo que pudieron sobrevivir lo suficiente para irse adaptando. Después de esto, el pensamiento lógico y consecuente, marcado esencialmente por la semejanza es lo que domina, pero ahora el problema no es el misterio sino un bucle lógico donde parecíamos estar condenados a aprender y conocer sólo lo que ya se nos parece a otra cosa. El método actual, parece basarse esencialmente en la acumulación, revisión e interpretación de datos concretos provenientes de fenómenos observables, un saber basado en la evidencia incluso más que en la lógica. Habría qué preguntarnos, cómo confiar en la evidencia cuando esta también puede ser falseada, y segundo, qué es lo que le falta a esa ciencia para poder avanzar y corregirse en su método. A mi modo de ver, sería reconocer algo que hasta ahora no ha hecho: que la ciencia también tiene una postura y unos agentes a cuyos intereses sirve, que no es imparcial ni ajena a las individualidades. Creo que este acto de honestidad permitirá a sus regentes y a sus receptores tomar posturas más claras y conscientes.
Habiendo superado este impase conceptual, para la última idea sobre la pregunta por el espíritu de la época, que pareció más hablar del malestar de la cultura, propuse que éste se caracteriza por la búsqueda desesperada de identidad, al punto de admitir que está se de por medio de prendas de vestir e incluso diagnósticos psiquiátricos. Esto, al parecer, manteniéndose por fuera de los diagnósticos y la exacerbación de la cultura del consumo, podría no ser tan malo, el problema es que más allá de todo eso, esa búsqueda de identidad parece buscar todo lo contrario a la identidad, es decir: la diferencia y el reconocimiento de esa diferencia, una tarea por fortuna imposible, porque no alcanzo a dimensionar lo desastroso de una sociedad de entes sin puntos mínimos de contacto. De igual manera, al entrar en el tema del consumo, convenimos también respecto a vernos frente a frente con una saturación y fuga de sentido por la oferta de objetos que dicen responder a nuestras necesidades (después de habernoslas generado, claro). Esa fuga de sentido, aceptando que el sentido nos dice más o menos cómo llegamos a dónde estamos y más o menos cómo, por dónde y hacia dónde podemos avanzar, nos hace muy vulnerables a querer buscar esas mismas soluciones que todo el tiempo nos ofrecen; es un acto tétrico redondo.
Por otra parte, y para darle paso a la última pregunta del encuentro, surge el hecho de que, ante todos estos sentidos posibles y estas fugas que terminan vaciando la experiencia vital, quienes vivimos esta época, y sobre todo, quienes deciden irse en contra de las tradiciones, deben irse también en contra de quienes representan las tradiciones que, casi siempre, son seres queridos con vínculos estrechos. Ahora bien, incluso quienes pasan por esto saben que al oponerse a sujetos que afirman tener una espiritualidad sólida, tienen ocasión de retornar a través de esos mismos vínculos y de los rituales sociales. Por ejemplo: puede que mi abuelo y yo tengamos posturas religiosas distintas, pero en el ritual de la cena familiar, ambos podemos hacer concesiones para estar juntos de la manera más respetuosa y sana posible. Resulta, en cambio, mucho más preocupante suponer cómo será la crianza de sujetos que crecen bajo la tutela de cuidadores que se afirman fuera de toda espiritualidad, y es aquí donde con una premisa se da lugar a la última pregunta. La premisa: estar rodeado de personas con diversas espiritualidades, teniendo con ellas vínculos estrechos nos permite tener más elementos para tomar mejores posturas, pero dar con estas personas, hasta cierto punto, punto que puede representar para muchos irreversibilidad, suele ser un asunto de azar. La pregunta es: ¿Cómo hacer frente a estos malestares y hacía dónde debería ir el espíritu de la época?
Annie plantea que la respuesta puede encontrarse en la búsqueda de sentidos y propósitos comunes, entendiendo aquí no el uso vulgar de la expresión “sentido común” sino, sentidos de vida que puedan sernos comunes, cercanos a todos. Por medio de esto es posible quizá atender la creciente ola de individualismo y narcisismo en la que navegamos.
Ment, por su parte, nos habla de una postura más proactiva y concreta, como buscar participar en espacios, como el café de Epicuro, en los que no sabemos a qué personas o situaciones nos enfrentaremos. Propone también la promoción de una sociedad más iconoclasta donde se ataque continuamente la idolatría; un acto “destructivo” que implica también la actividad creadora, sobre todo si atendemos al hecho que cualquier movimiento en el plano de lo material implica nuevas interpretaciones y posturas posibles.
Se propone, claro, una solución grande pero concreta basada en el fortalecimiento y cuidado de vínculos.
Ahora bien, habiendo llegado hasta aquí en el café, también por cuestiones de tiempo, debo permitirme plantear la que sería, a mis ojos, una solución viable. Considero que es necesario recordar qué epistemologías y ontologías nos han traído hasta los lugares en que nos encontramos y que esto sólo puede hacerse por medio de la creación de pensamiento y formas de pensamiento; no hay para mi verdad supuesta ni dato que supere la utilidad de una nueva forma de entender la realidad. Casi nadie lo menciona: pero lo que ha permitido cambiar la perspectiva del mundo no han sido las partes del átomo, sino las herramientas y métodos que se han empeñado en reconocerlo y representarlo. Por lo demás, coincido plenamente con las propuestas de los demás y creo que sólo así es posible pasar de pretender saber qué es el espíritu a relacionarse con él y manejarlo.
Observaciones y conclusiones
Abordar las ideas de Hegel, tal y cómo el plantea, más desde las intuiciones que de las razones, ha resultado ser un ejercicio muy estimulante y provechoso.
A medida que avanzan los encuentros se va formando una memoria de los mismos que permite apuntar hacia direcciones más lejanas y más complejas.
Hablar del espíritu y la espiritualidad demanda la consideración de demasiados conceptos. Quizá sea pertinente volver a hacerlo una vez hayamos hablado de verdad, tiempo, vida, alma, devenir, vacío y otros. Espero honestamente poder hacerlo.
En definitiva, para dar con el espíritu perdido y recuperarlo, es necesario fortalecer las virtudes y la postura ética. De no ser así, caminaremos sin rumbo sin saber de dónde venimos ni para dónde vamos (o para dónde queremos ir).
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