¿Matar o Morir?
Corresponde a este pequeño encuentro telemático abordar la idea de violencia buscando restaurarla en su noción más amplia. Cuando digo “restaurar”, lo sabrán quienes me han escuchado desde hace algún tiempo, no apunto a un retroceso sino a una construcción, en este caso dialéctica, que permita cobijar todas las formas sustanciales de la violencia, todas esas ousias de segundo orden, dentro de una idea esencial de violencia, una ousia de primer orden sobre una serie de valores (afectivos y estéticos) que sirvan al contexto actual ¿Por qué hacer algo así cuando el hablar de las diversas formas de violencia ha permitido poner sobre la mesa discusiones antes insospechadas y ha permitido también avanzar en la edificación de una sociedad más justa en la que muchas personas que eran víctimas por fin pueden expresar su dolor con un discurso que les respalde, y muchas otras que no se sabían, se dan cuenta de que son y han sido víctimas, así como otras tantas se conciben como victimarias y procuran modificar sus conductas y sus formas de verse en el mundo y asimilar todo cuanto acontece en él?
Bien, desde hace algunos años empecé a comprender que en todos los asuntos sociales es necesario un proceso de diferenciación y emancipación (puesto que todo esto es humano) que siente las bases para un ejercicio de integración consciente. Quiero decir, como seres humanos hemos estado conviviendo en distintos escenarios a lo largo de la historia con relaciones que varían de acuerdo a la concepción que un grupo tiene de otro y de la concepción que cada grupo tiene sobre sí mismo. Así, por ejemplo, no es lo mismo la relación dada entre las mujeres y el resto de la sociedad hace cincuenta años, que hoy. Debo aclarar que en ningún momento ha existido una sola idea de mujer o de hombre, pero eso sí, nadie podrá negar que actualmente circulan más posturas y se evidencian más alternativas vinculares.
En este sentido, teniendo como fundamento la gran cantidad de luchas que se han dado en todo el mundo durante los últimos cincuenta años y de las cuales no se ha evadido nuestro país (luchas de género, luchas de clase, luchas étnicas) y que han tenido como resultado la redacción de una gran cantidad de acuerdos que de manera paulatina van mostrando su efecto en el tipo de sociedad que vamos siendo, considero necesario ir abriendo el debate sobre cuál es el motor principal de todas las manifestaciones de violencia. Esto, y respondo de una vez a la pregunta, con el fin de encontrar también un núcleo para las soluciones a los distintos tipos de conflictos humanos en los que pueda expresarse la violencia. Por supuesto, y como es costumbre en mi haber, el camino habrá de enfocarse en el proceso individual en el cual no dejo de encontrar el fundamento para la confluencia colectiva.
Una idea violencia para todas las violencias
La violencia en sí, como todas las manifestaciones de lo vivo -porque no es algo exclusivo del ser humano- no cuenta con un valor propio, es decir: lo violento no necesariamente va en contra del proyecto de una especie, aunque sí, por supuesto, del o de los miembros de esa especie que se baten y resultan siendo vencidos, sometidos o abusados. He optado por el término “batirse” porque me suena a una suerte de mixtura más que a una batalla y esta sonoridad es importante puesto que la violencia no requiere tampoco de la beligerancia. Eso lo hemos aprendido porque ahora podemos hablar de violencia estructural, violencia económica y violencia simbólica, por ejemplo. Violencias en las que normalmente la víctima no repele los ataques o no los percibe como tales, y no obstante, es derrotada, sometida y abusada.
Así mismo, ya en el campo netamente humano, la violencia puede verse como buena o mala según la función que cumpla y los objetivos que alcance para el individuo o el grupo humano que la emplea. Veamos nada más la gran cantidad de literatura épica que hay o cómo en la mayoría de relatos el héroe, o el grupo, logran su cometido gracias al ímpetu con que lo acechan. Por supuesto, cabe anotar también que si no fuera por las versiones de los vencidos, las formas pomposas en que los vencedores narran su crueldad nos tendrían sumidos en la idolatría del desgarro y de la sangre. De ahí la importancia de reconocer el dolor, de asistir a la queja, y para mantenernos sobre la línea, no leer sólo comedias y epopeyas sino también tragedias, por más que muchas veces éstas, del mismo modo que sus antónimas, exageren las imágenes y afectos que presentan.
Continuando, no está de más enfatizar en esta neutralidad de la violencia que de repente puede tornarse ambigüedad, cuando los efectos de una guerra llegan a ser tan devastadores como satisfactorios no sólo para quienes militan sino para el pueblo en general. Si una guerra se da por la defensa de la soberanía o por la abolición de una tiranía, habrá tristeza por las pérdidas, claro, pero también gratificación por la victoria. Así pues, atendiendo a la idea de la violencia como algo al mismo tiempo neutral y polivalente ¿Será posible dar un concepto global de violencia que no implique una anulación de las otras formas de violencia? La respuesta, según mi perspectiva, es que no, y esto se debe a que más allá de la violencia como fenómeno, todo lo que la circunda son construcciones narrativas, valoraciones y circunstancias.
Siendo así, el camino no puede ser otro que remover, en la medida de lo posible, el velo del lenguaje, dejándolo bien fijado de una vara para que luego recupere su función como persiana ante el marco de la ventana que ya se nos ha abierto. Una vez hecho esto podremos ver con claridad que la violencia no es más que un mecanismo que emplea un objeto para imponerse ante otro o defenderse del mismo y, hay que ser enfáticos en esto: sólo adquiere valores positivos o negativos de acuerdo a los fines de quien se enfrente a ella o quien la observe. Cabe decir también que la violencia no se refleja, como podrán suponer muchas, en un conjunto de acciones concretas. Observemos, por ejemplo, que no es lo mismo golpear con el puño un saco de box que la cara de un bebé (me excuso por el calibre del contraste pero considero que deja clara la idea). Pero si acaso hiciera falta otro ejemplo, pensemos en los centros de disparo deportivos y los disparos que se dan en la calle en contra de una persona. Al final, si dejamos de ver aspectos o argumentos como “el uso de armas en cualquier caso promueve o propicia la violencia” o “el golpear el saco de box es un ejercicio de sublimación en el que la violencia se convierte en algo útil”, siendo ambos argumentos certeros, lo que se nos descubre es que: en el primer caso, por ejemplo, no se percibe tanta violencia ante el saco de box, porque al ser este golpeado no se atenta contra ningún proyecto humano, y por el contrario, se favorecen ideales como el de la canalización de las emociones negativas o el del cuidado de la salud física. Por otra parte, al ser golpeada la cara del niño, la sensación de malestar surge porque sobre este objeto se ha depositado una gama amplia de intenciones del proyecto humano, y eso supera incluso al hecho de que sea un ser vivo porque la reacción ante la violencia contra determinados seres vivos depende siempre, insisto, de su papel en el proyecto de nuestra especie. Todo esto, aun sabiendo que en ambos casos podríamos imaginarnos al mismo sujeto realizando exactamente el mismo movimiento, con la misma indiferencia, la misma satisfacción o la misma furia. Trate cada quien de hacer el ejercicio con el acto de disparar y con otros tantos que se les puedan ocurrir.
Entonces ¿Qué es la violencia? Podríamos hacernos una idea pensando el asunto a nivel molecular (marco conceptual de moda). Vemos en la naturaleza como con el aumento de la temperatura se genera una aceleración de partículas en los compuestos, lo que produce mayor movimiento y, dependiendo de los elementos con que interactúe y del escenario en que se encuentre, este movimiento puede tener resultados positivos o negativos. De igual modo, el enfriamiento abrupto de los compuestos con la capacidad de solidificarse propicia una disposición distinta de las partículas, que a su vez, da lugar otra fuerza proveniente ya no de la aceleración sino de la presión al interior de la estructura, con lo que ésta podría llegar a romperse o a mover a la estructura contigua si es que necesita más espacio en su nueva disposición. ¿Qué otra cosa podría ser la violencia? ¿Acaso no podría este mecanismo visualizarse en cada una de las formas de violencia que propone el discurso? ¿Acaso no concebimos que violencia no son sólo los golpes que se dan a un niño sino también el hecho de abandonarlo y ser indiferentes? ¿Acaso no nos resulta tan violento el asesino que de un martillazo o de un disparo a quemarropa asesina a su víctima como aquél que con frivolidad desmiembra a la suya?
Calaveras o Diablitos
la vida no es sagrada, es otro fenómeno que adquiere valores. Quiero empezar este segundo apartado diciendo esto para que en ningún momento se desdibuje la base de lo que diré después. Cuando pensamos en algo sagrado nos vemos abocados por aquello que tiene una serie de valores superiores y que por ello es puesto por encima de los demás objetos llegando a ser intocable y adorado. No obstante, está claro que todo lo que en algún momento se vuelve sagrado parte del mismo escenario que todo lo demás: del campo de lo vulgar. Es la capacidad de abstracción del ser humano, que desemboca en el efecto de crear símbolos, lo que termina dando un lugar en un estrado mayor a algo que antes estaba sobre las baldosas de la plaza rasa. Un ejemplo claro y actual de este hecho es lo que ocurre con los manifestantes que han sido heridos, desaparecidos y asesinados en las últimas acciones de resistencia en el país. Estos heridos, desaparecidos y muertos, igual que todos los que han sido reconocidos, por lo menos en cifras, desde que se ha iniciado el proceso de paz, se han convertido en símbolos. Por supuesto, sería insensato decir (y que tan insensatos somos…) que cada uno de estos muertos tiene el mismo valor para quienes los emplean como móviles de su discurso y su afectividad. El valor de cada uno de estos símbolos se define en razón de aspectos como: el reconocimiento de la persona frente a la sociedad general (aunque hemos visto que en estos casos de lucha popular esta medida tiene en realidad poco impacto), la forma en que muere la persona y, lo que es a mi parecer lo más significativo, la forma en que ha luchado. Así, de entre las víctimas del abuso de la fuerza pública reconocidas públicamente, surgen símbolos que pesan más sobre ciertos aspectos de la resistencia, ya sea el la desigualdad social, el derecho a la salud, la educación, las violencias de género y uno de los más debatidos en el proceso vigente: la resistencia pacífica. Siendo este último un caso particular porque el mismo símbolo se presta tanto para la generación de movimientos entorno a la tristeza, el llamado a la sensatez y a la tranquilidad, así como a una desesperanza, agotamiento y rabia que dice: “si nos matan por las buenas, entonces hagámonos matar a las malas”.
A este punto, no sobra recordar que las cosas sagradas son intocables en cierta medida porque son destinadas para un fin mayor. Son muchos los ejemplos históricos que tenemos de sacrificios de toda índole para la satisfacción de las figuras divinas y el beneplácito del pueblo. Claro, no siempre debe haber un sacrificio directo del objeto sagrado, hay también ocasionalmente una defensa del mismo que puede abarcar desde una liberación absoluta de su proceder (o efecto en el caso de lo inerte) sobre el entorno, hasta una serie de castigos o contraposiciones de varios grados a cuanto atente contra la integridad del objeto sagrado. En este sentido, vale la pena preguntarnos no si la vida es sagrada o no, porque evidentemente para el grueso de la sociedad que somos hoy lo es, por lo menos en el discurso, sino ¿Que implica que la vida sea considerada un bien sagrado?
Empecemos por pensar un poco en los términos de la pregunta. Me corregirán y lo aceptaré si no he atinado, pero siempre se pone a la vida como “bien” y no como fenómeno o como servicio, aunque de hecho sea las tres cosas, en tanto efectivamente se usa como moneda de cambio, es una cosa dada y puede disponerse para distintos fines con matices tanto materiales como inmateriales (funciones). En consecuencia, al preferir la palabra “bien” asumimos que es algo que puede pertenecer a uno u otro individuo o grupo, a diferencia del fenómeno que no puede pertenecer (por lo menos no en el mismo sentido) o del servicio que puede pertenecer sólo en razón de una serie de bienes. Ahora, como todos tenemos a la vida en tanto fenómeno, lo cierto es que esta es por sí misma un bien sin valores natos, valores que -aunque pueda parecer repetitivo se nombra cada vez con intenciones distintas- los adquiere en tanto se ubica en pos de una función y provoca una circunstancia determinada. Así, una vida puede valer por cuanto sirve para la guerra o por ser capaz de detenerla, como puede valer en la medida que sirve a unos fines, los que sean. Luego, sucede que a nivel individual, cada quien se rige por una serie de lecturas que hace de la realidad movida por esos fines y da un valor a su vida, a esa cosa dada, y a la vida de las demás, poniéndose al servicio de los fines que más le complacen y esperando que las otras vidas, que ahora tienen significado desde su lectura de la realidad, operen bajo las mismas condiciones. Una vez puesta en este lugar la vida, convertida en idea y en símbolo polivalente, pasa a convertirse en ese bien sagrado, el problema -creo que ya lo habrán notado- radica en que cada quien la considera sagrada desde un marco de referencia particular y, como hemos dicho ya, lo sagrado implica una posibilidad de sacrificio y una intención de defensa que puede llegar a ser radical.
No hablaré aquí de las guerras personales dadas entre uno y otro individuo o entre uno y otro pueblo por el territorio y todo lo que la tenencia o pérdida de un territorio implica, porque eso abriría demasiado la discusión y aunque podría enriquecerla, no considero que sea necesario. Me bastará con decir lo que ya he dicho en muchos otros textos y espacios de diálogo: por defender esa idea de vida que se considera sagrada, muchas personas llegan a hacer las cosas más terribles. Así mismo, los modelos de vida que tenemos hoy responden justamente a la imposición de ideas de una forma de vida sacralizada así por quienes han tenido el poder para pasar por encima de las demás. No sólo la muerte, sino otros asuntos como la distribución de las tierras o la acumulación de capital, la explotación laboral, la perpetuación de la iniquidad social, los vejámenes sufridos por grupos humanos, entre otra situaciones que generan malestar y conflicto, son consecuencia de esa sacralización de la vida como idea y como bien.
Dicho todo esto, podemos pasar a preguntarnos si como sociedad sigue siendo pertinente la defensa de la vida cómo algo sagrado y aclaro desde ya que no pretendo promover el homicidio como medida sanitaria. Bien al contrario, y atendiendo a lo dicho en el primer apartado, busco ilustrar que hay un hecho común a los muchos matices de una problemática, teniendo el mismo fin, recuérdese: plantear posibles alternativas de base. En este caso no hay muchas cosas nuevas por decir antes de pasar a la siguiente premisa, acudo sencillamente al viejo debate de la legalización del suicidio y dejo abierta la pregunta ¿Es preferible tener suicidas o sociópatas? entendiendo que ambos sujetos pueden presentarse en calidad material y simbólica, así como en distintos niveles. No me refiero únicamente a quienes acaban con su vida como fenómeno biológico ni a quienes disparan y ponen armas. Me refiero a quienes son capaces de renunciar total o parcialmente a las restricciones de una de esas formas sacralizadas de vida o a quienes detentan el poder para emplear las múltiples formas de violencia que hoy conocemos para mantenerse a salvo y satisfacer sus necesidades.
Matar o morir
Ahora bien, considero que este último fragmento merece un espacio propio no por su contenido sino por el carácter con que se presenta. Lo que abordaremos a continuación será una pasada analítica sobre la interrogante anterior, esto con el fin de ahondar en aquello de los matices de la muerte, y por supuesto, servir como insumo para dar una respuesta.
Generalmente, se utilizan de manera indiscriminada las nociones de ideal del yo y yo ideal. Vale la pena pues hacer una separación en la que encontremos consecuencias distintas del uso de cada uno de los conceptos, por lo menos para abordar situaciones como esta. La diferencia sustancial, según Lacan, es que el ideal del yo es una introyección simbólica, mientras que el yo ideal es una fuente de proyección imaginaria. En otras palabras: el ideal del yo es una especie de guía fundamentada en alguno de esos proyectos de la especie que tienen preponderancia y que se instauran en cada sujeto. Por su parte, el yo ideal es una imagen especular, es decir, una visión que tiene cada quien de su propio ser, aclarando que este yo ideal puede ceñirse al ideal del yo y puede también pretender oponerse a este o superarlo. No entraré a definir los orígenes de estas formas de construcción de identidad ni de proyección e identificación (para profundizar pueden ir a los seminarios 4, 10 y 16 del autor), en lugar de ello, procuraré desarrollar la idea de que ambas formas pueden tener una relación estrecha con la pregunta por el suicida y el sociópata.
Si nos detenemos un momento, podremos asentir en que aquello de una forma de vida sagrada tiene como consecuencia una de esas guías que se constituyen como ideal del yo. siendo así, cualquier ideal del yo podría convertirse en un pretexto para la segregación o eliminación de otras formas, y aunque en un primer momento esto podría reducirse a un ejercicio de identificación y diferenciación, sabemos que cuando se radicaliza cualquier postura puede haber consecuencias nefastas, y que el resultado es todavía peor cuando esa radicalización logra naturalizarse y se mantiene a través de cualquiera de las modalidades de la violencia, sea esta calurosa o fría, o las dos al mismo tiempo; que es lo que vemos en un país como el nuestro, en el que mientras unos disparan otros son indiferentes. Así mismo, no se nos hará difícil asimilar que por la perpetuación de un ideal del yo (que es un asunto que en definitiva se torna colectivo) hay gente capaz de matar o morir, aún cuando el yo de quien se radicaliza no cumpla con los lineamientos de ese ideal. Es aquí cuando entra en juego el yo ideal, que si bien puede sentirse nutrido por su cercanía a los lineamientos, puede pretender también separarse de ellos, superarlos o abolirlos, de acuerdo con lo que desde su propia experiencia psíquica y afectiva haya llegado a considerar mejor; y está claro que para una u otra intención (retirarse o permanecer) el ser humano es capaz también de matar o morir.
Ahora, si recordamos que hace poco mencioné cómo esto de matar o morir tiene diferentes formas de darse, que no sólo se habla de acabar con la vida como fenómeno natural, vemos que estas posibilidades por sí mismas no son algo tan problemático. Quiero decir, si no nos fuese tan complicado renunciar total o parcialmente a la vida (en todos los términos ya expuestos) cada quién se permitiría atacar a esos ideales del yo o dejar perecer a esas formas del yo ideal sin tanto reparo. Es que incluso la resistencia a ello es algo comprensible: a ninguna estructura conviene dejar ceder sus cimientos si no tiene algún respaldo que la mantenga en pie o si su caída no vale para un fin mayor. El problema real -y digo real también bajo el manto lacaniano- es que todos esos bienes sagrados están generando un montón de dinámicas de las que no solemos ser conscientes y que en ese mismo terreno sinuoso aniquilan continuamente, castran todo el tiempo las posibilidades del yo de alcanzar una integración con su imagen ideal si ésta no marcha bajo el marco comportamental legitimado y legalizado.
Visto así el asunto, aunque en un primer momento pareciera que la respuesta inmediata sería preferir a los suicidas porque hacen menos daño a los demás, antes de ir por ese camino considero necesario poner sobre la balanza la misma pregunta con otros términos, a saber: ¿Es preferible una sociedad en la que las personas estén dispuestas a matar y morir por defender un ideal o una sociedad en la que sus integrantes estén en disposición de dejar morir la búsqueda de una integración con una versión ideal de su propio ser?
Finalmente diré que yo no tengo una respuesta concreta para eso, principalmente porque la vida como fenómeno dado es algo que lleva marchando mucho más tiempo que cualquier supuesto, y en esa medida, los planteamientos que puedan darse desde las respuestas que hoy asimilo se ven con mayor facilidad en el campo de lo hipotético que en el práctico. Responder a esto de buenas a primeras sería pretender que es posible anular las realidades manifiestas, los incontables procesos sociales en marcha y las dificultades que se plantean ante la posibilidad de un cambio. Lo que sí puedo decir, sin temor a equivocarme, es que, como todo, esta pregunta también puede fragmentarse, y haciéndolo así, podríamos empezar por dejar morir algunas prácticas propias de ciertas formas de vida, podríamos empezar por renunciar (que es dejar morir también) a ciertos elementos de esas forma ideal de nosotras sin que esto se convierta en resignación, en aprobar el aniquilamiento. Además, en buena medida, el acto de dejar morir esos elementos del yo ideal que atienden a las imposiciones del ideal del yo, se convierte también en una forma de resistir.

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